Wednesday, May 14, 2014

Escrito 4


Lyon, aún con la cabeza embotada por la ingente cantidad de vino que había ingerido con su amigo el cazador, se hallaba echado junto a las brasas aún encendidas de la hoguera. Abrazada, pegándose a su espalda, sentía los prominentes senos desnudos de la mujer con la qué había hecho el amor dos horas antes. Era, obviamente, la que había querido acostarse con él durante los últimos meses, la mujer con la qué había hablado en la puerta justo antes de cenar. Él también estaba desnudo, los lánguidos brazos de la mujer rodeándole el pecho. Habían estado retozando durante unos minutos bajo las sábanas, hasta que, aquejado por el dolor que sentía en todas sus articulaciones, había decidido eyacular dentro de ella, de forma mecánica y desganada. Ni siquiera la acompasada respiración de la mujer, junto con el cálido canto de los grillos que se congregaban en la maleza del exterior bañada por la luna menguante, habían logrado relajarle.

No le hacía faltar arrastrarse hacia una de las ventanas y observar la altura de la Luna en el cielo para saber que aún quedaba mucha noche por delante: en la Casa solamente había unas cuantas parejas durmiendo y algún que otro bebedor empedernido que se había desplomado después de la cena. El resto, o sea, la mayoría, se habían trasladado a las tabernas y allí estarían ahora bebiendo y alardeando ante las jóvenes de sus gestas en batalla, aunque la gran mayoría de dichas heroicidades pertenecieran al campo de la fantasía. Mientras lo hacían, unas músicos estarían tocando y cantando canciones heroicas hasta que, sobre las tres de la mañana, aparecerían los Guardianes y exhortarían a todos a volver a las Casas. Aunque bueno, la mayoría de los Guardianes se solían unir a dichas celebraciones, así que muy efectivo no era.

Y, de nuevo, aquella misma sensación que le invadía cada vez que volvía de una expedición: una sensación de vacío, mezclada con una ansiedad que le corroía las entrañas. El corazón le latía, poderoso y profundo, como si se tratara del Dardum del Templo de los Árboles. Un corazón, de piedra y helado, pero ardiente y tembloroso. De repente, le venían ganas de escapar de todo y entregarse a los Lamat, para servirles de alimento. De repente, nada importaba, nada tenía sentido alguno. Todo era en vano, un ir y venir que no tenía razón de ser. Agitado, hizo ademán de levantarse pero el abrazo de la mujer, como notando su agitación, se hizo más intenso, y le mordió, ligeramente, su oreja derecha.

En situaciones normales hubiera sentido un escalofrío, pero en aquellos momentos todo en él se había zambullido en unas aguas turbias, insensibles.

-¿Dónde vas? - le susurró, arrastrando las palabras, como si le estuviera hablando desde un sueño.

-Me voy a tomar el aire, ahora vuelvo - murmuró de vuelta, tratando de zafarse de la enredadera de sus brazos, que, en vez de dos, parecían una docena.

En el exterior, una brisa cálida se extendía entre la maleza. Los grillos seguían cantando, para algunos molestos y, para otros, una simple música de acompañamiento del verano. La luna, como después de todas las expediciones, era negra como un tizón y parecía un agujero abierto en el firmamento que le atraía hacia la Nada. Pero Lyon no tenía tiempo de pararse a contemplar lunas ni escuchar brisas ni grillos. Quería pelear, batirse, sí, a pesar de estar aún herido. Así era cómo luchaba siempre contra el vacío que horadaba su interior, después de cada batalla. De forma renqueante, se internó en uno de los callejones, hacia la plaza central de la Torre dónde se hallaban todas las tabernas.

Desenvainó su espada de entrenamiento, de filo romo, la única arma permitida en Fortaleza, y, entre los borrachos que empezaban a amontonarse a su alrededor, empezó a buscar reyertas, con los ojos inyectados en sangre. Hasta ahora, a aquellas expediciones siempre le había acompañado Dorthos. Aún sentía su presencia a su lado, como un pequeño y delgado remolino que le erizaba los pelos de su brazo izquierdo. Sentía frío, mucho frío. Allí adelante parecía haberse creado un corro de gente entusiasmada que, con caras y muecas descompuestas, conminaban a dos jóvenes a darse una buena tunda con dos garrotes.
















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