Friday, May 9, 2014

Escrito 1


Entre los árboles el humo se escapaba, etéreo y pesado a la vez, con el color de la plata oxidada que deja la ceniza de los muertos. Un humo que arde solamente con verlo, más que el mismo fuego que consume la carne fría y rígida. Así era, por lo menos, el aspecto que había tenido aquel humo todas las veces anteriores que Lyon había observado aquel espectáculo mortuorio sin sentir, en ningún momento, la emoción y el vacío abismal típico de aquellos instantes.

Dándole la espalda al humo que ascendía hacia el cielo magenta del alba, se desabrochó las botas y, sentándose en el risco justo al final del claro, dejó escapar un largo suspiro. Allí abajo se extendían kilómetros y kilómetros de llanuras y pequeñas colinas hasta terminar desembocando en la Segunda Muralla que, por culpa de la niebla matinal, no era visible en aquellos momentos.

Allí arriba, en aquel claro, había sido dónde, después de citarse en duelo, había perdido contra Dorthos. No había sido la primera derrota de Lyon, pero sí la más dolorosa. Recordaba, como si fuera ayer, encaminarse entre los árboles inflado como un pavo, embutido en su armadura, vitoreado por las chicas que le admiraban solamente por su físico y su desvergüenza, sin que, en ningún momento, le hubieran visto pelear. En frente se encontraba Dorthos, un escuálido y bajito adolescente con el pelo largo y espigado que parecía que, a duras penas, podía sostener una espada que le venía muy grande.

Mientras trataba de ordenar sus recuerdos, el olor a carne quemada se precipitó por sus orificios nasales e invadió sus pulmones, arrasando con todos sus pensamientos y destruyéndolos, por sorpresa. Solamente hacía dos horas que había vislumbrado el brutal asesinato de su mejor amigo Dorthos, y ahora tenía que, además, soportar el olor de sus ardientes entrañas.

Como acto de desesperada y cuestionable rebeldía, se sacó de uno de los bolsillos interiores de la túnica su larga pipa ya cargada de tabaco negro, y la encendió. El sabor de aquel tabaco era rancio y amargo, casi el equivalente a querer fumarse una hierba meada, previamente, por un gato en celo. Durante la semana que habían estado fuera de Fortaleza, la bolsita de tabaco que siempre llevaba consigo había sufrido las inclemencias del terrible tiempo del húmedo mar de las Agorínias y de sus meandros y tierras bajas, infestadas de mosquitos.

Y, aún así, aquel sabor de mierda era una bendición en comparación con el terrible olor de aquel humo infestado de gritos, de silencio y de Nada.

De repente, retumbó el sonido del Dardum, que se extendió por todo el valle. Un sonido de tambor profundo, repetitivo y monótono que siempre le revolvía el estómago hasta el punto de desear vomitar con todas sus fuerzas, a pesar de llevar dos días sin apenas probar bocado. A ello le siguieron las graves y engoladas voces de los sacerdotes, cantando el famoso Salmo de Féntar.

En la noche fría y oscura
vuelve a los brazos cálidos
del Bendito Féntar,
las canciones de tus gestas
entre el humo, luz eterna.

No, nadie querría cantar la canción de Dorthos, destrozado por las fauces de un Lamat mientras huía con la cara desencajada de terror, a pesar de todas sus hazañas pasadas. Por muy bonita que sea tu canción, un humillante final siempre la hará desaparecer.

Así de injusta y de lógica es la vida en Fortaleza.

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