Wednesday, August 27, 2014

Escrito Proyecto

Lo primero que hizo al caer de la bicicleta fue mirarse las manos.

No sentía ni el escozor ni la palpitación de las magulladuras que se habían producido en su brazo y en su pierna derechos al rasparse contra el suelo pedregoso salpicado de hierba. Solamente se miraba las manos, sumergido en un remolino de sentimientos que le hacían sentir nauseas. Pero éstas tampoco le importaban.

Eran aquellas manos rosadas, pequeñas y de piel sedosa lo que le había hecho perder la noción del tiempo y del espacio. No existía en el universo nada más que aquellas manos y las líneas de sus palmas que, como ríos fecundos, surcaban su piel, recorriéndola en todas direcciones. Eran unas líneas delgadas, mucho más que sus manos originales, y también mucho más gráciles en su sinuoso movimiento.

Eran unas manos de niño.

Como si obedecieran a una orden que no pudo escuchar, aquellas manos, de repente, empezaron a vibrar. Todo comenzó con una leve vibración en cada una de las puntas de sus dedos que, rápidamente, se extendió por el resto de ellos y por la superficie de sus manos, como si del efecto de una campana se tratara. ¡Zuuuummmm! De las manos pasó a lo largo de sus brazos, de sus brazos a los hombros, de los hombros al cuello y a los oídos hasta, finalmente, desembocar en el cerebro.

Todo su cuerpo vibraba.














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